viernes, 6 de julio de 2012

Soliloquio sobre la Fe, parte 2

Soliloquio sobre la Fe
o lo que es mejor:
Disquisiciones Absurdas sobre Fe, Iglesia y Cotidianidad
(Segunda Parte)



El don de la Fe

     La fe, desde luego es un don, pero un don que se tiene que cultivar con asiduidad. La relación con Dios no se caracteriza por una inmediatez, ni por resultados absolutamente automáticos. Muchas veces, en el ambiente eclesiástico mismo, se nos llega a presentar, por ejemplo, la conversión como un acto radical y absoluto que transforma a la persona de un instante al otro inmediato. Y no siempre; de hecho, pocos son los casos bíblicos (Pablo, Zaqueo) y extra bíblicos de conversiones repentinas y radicales. La acción de Dios es lenta, muchas veces apenas perceptible (la brisa serena de Elías, por ejemplo: 1R 19,12-13). Sin embargo, el ser humano promedio quisiera manifestaciones divinas extraordinarias, magníficas, “milagrosas” (Mc 15,31-32) y hasta mágicas (Hch 8,9-24). Así, la conversión las más de las veces es un proceso lento, pero tremendamente voluntario y libre.

     La conversión, fruto de la fe, es un proceso que implica la vida toda, hasta el poder afirmar en cierto momento, como san Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino Cristo, quien vive en mí” (Gal 2,20). Inicia en un encuentro muy personal con Dios, pasando por un torrente de crisis y dudas, en medio muchas veces, las más de ellas, de una especie de aridez espiritual que no es otra cosa sino la “presencia escondida de Dios” –San Juan de la Cruz la define como “la noche oscura del alma”.

     En este proceso espiritual, bien llevado y vivido, la aridez es común y necesaria. Es justamente entrar en el “yo” para descubrir “mi nada”, mis carencias, mi tremenda necesidad de Dios y este desencuentro personal, desde luego, no es nada agradable. La persona humana es sensible, y necesita de lo sensible, la persona humana quiere sentir a Dios. La aridez se caracteriza justamente por este “no pasa nada, no siento nada”. Es como si Dios lo hubiera abandonado a uno dejándolo a sus solas fuerzas y es entonces cuando, o uno se desespera y abandona irremediablemente la búsqueda, sintiéndose fracasado y hasta defraudado por Dios, con consecuencias terribles, porque es entonces cuando se abandona hasta la fe misma, o movidos por cierto temor se dice que “se mantiene la fe”, pero sin vivirla adecuadamente o buscando soluciones más sencillas o placenteras; o bien, en esta búsqueda no se desespera y acomete con mayor intensidad en este encuentro con el Padre. Desde luego, es la parte más difícil de la vida de fe, porque implica un abandonarse verdaderamente en las manos del Creador al que ni se le ve ni se le siente, pero que de una u otra forma se le sabe presente. En esta aridez espiritual lo más complejo es no dejarse llevar por las distracciones (Santa Teresa de Ávila las identifica con la imaginación llamando a ésta la “loca de la casa”) y por las tentaciones que seguidamente estarán presentes: se trata de la lucha personal contra los propios demonios, y éstos demonios, diría Jesús “sólo se le combaten con oración, ayuno y penitencia” (cfr. Mc 9,29). Oración, en tanto comunicación íntima con Dios; ayuno, donde, además de disminuir los alimentos, se busca disminuir la frecuencia del propio pecado; penitencia, en tanto buscamos algunos actos de reparación por nuestros pecados.

     Además, en esa especie de “no pasa, ni siento nada” –la aridez misma-, está la acción imperceptible de un Dios  que ama, respeta la libertad personal y no fuerza a la persona, finalizando en un acto libre de decisión: quiero o no quiero (Cfr. Mc 10,17-22). Y el querer lleva al actuar (Lc 19,1-10).

     Creer implica un “dejarse tocar” por Dios, un introducirse en el Misterio, abandonarse en las manos del Creador, sentirse protegido y tomado de su mano, alcanzar  una conciencia de se es y se pertenece al Señor, y que, al final, “todo lo demás se dará por añadidura” (cfr. Mt 6,33); pero también requiere esfuerzo personal, estudio, razonamiento, profundización, relación constante con el Misterio, oración personal y comunitaria, y también un dejarse ayudar y un compartir comunitario. Creer implica conformar nuestro actuar con la fe, con aquello que creo. Creer no implica, bajo ningún motivo ni bajo ningún aspecto, un renunciar a nuestra capacidad de razonar, porque “es la razón quien busca, pero el corazón el que responde”. Pienso y afirmo que es muy importante en el proceso personal de fe el juzgar dicha fe, el cuestionarla, el criticarla, el discernir lo verdadero, lo esencial de lo meramente accesorio, accidental, fútil. Es un dilucidar cuidadosamente los criterios divinos contraponiéndolos a los humanos, abiertos siempre, el corazón y la mente, a la acción del Espíritu Santo. Y se trata de un creer real, a la manera de Dios, y no a la manera del hombre. Y hay experiencias alentadoras al respecto: Abraham que se abandona completamente a esta experiencia de confiar plenamente en la voluntad divina, aunque no se sepa con certeza a dónde se habrá de llegar (Gen 12,4); o como San Juan Bautista de la Salle que descubre hacia el final de su vida cómo Dios lo fue conduciendo a fundar una obra de forma muy paciente, lenta, casi imperceptible. Santa Teresa de Jesús nos habla justamente de este proceso en sus Moradas: Cómo desde lo más terrenal y netamente humano, desde los ambientes en los que los sentidos se mueven, pasando por el desapego material, la liberación de engaños, la alabanza, hasta una ascensión a la contemplación profunda, donde solamente se contempla al amado –es decir, Dios mismo-, sin ningún tipo de juicio. Es aquí donde hablamos de que la fe invita, en determinado momento una suspensión del juicio; y no porque tener fe sea no hacer uso de la razón, sino porque la fe es el siguiente nivel, después de la razón. Una fe verdadera y profunda, vivida en la oración y a través de la oración nos podría conducir al nivel humano más excelso: la misticidad.

     Y justamente la misticidad es la principal característica del que tiene fe. La misticidad se caracteriza por la parte sensible de la fe. Karl Rahner, eminente teólogo alemán, afirmó que el cristiano del tercer milenio tenía que ser místico, o no sería (Experiencia del Espíritu, Madrid 1978). Porque el que tiene fe, o la está forjando, alimentando y trabajando, es una persona en constante relación con su Creador. Y el que está en constante relación con Dios, llega a un punto en el que hasta lo siente. Jesús es la luz del mundo y el cristiano tiene que dejarse iluminar por esa luz, para luego poder reflejarla a otros (cfr. Jn 1,4-8), guiándolos a su destino final: El amor de Dios en la vida diaria y en la vida eterna. La gran promesa del Reino de Dios es justamente esta: vivir eternamente en la presencia de aquél que tanto nos ha amado, que nos ha creado a su imagen y semejanza, y que nos enseña, sin forzarnos, a vivir ese amor hacia los demás en un servicio que nos logra el bienestar personal y comunitario.
     Tener fe implica un encuentro personal, fuerte y poderoso con Jesús, de tal forma que no lo podamos soltar (Lc 19,1-10; Jn 3,1-21; Jn 4); requiere y produce un esfuerzo personal muy fuerte y profundo, pero completamente asistido por la inspiración del Espíritu Santo, siguiendo las grandes enseñanzas y testimonio de la Palabra Hecha Carne, peregrinando en esta vida hacia la Casa del Padre todopoderoso, creador de cuanto existe, imbuido en una Civilización del Amor. Porque amar significa buscar, en la felicidad del otro, mi propia felicidad. Tener fe es, al final de todo, saber amar.

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