“I can’t deny what I believe; I can’t be what I’m not”
Desde chico me he formado en la Fe Cristiana Católica, he estudiado sus dogmas, memorizado sus verdades y formulaciones, he orado con sus oraciones, y he defendido sus presupuestos: he vivido de acuerdo al culto, al dogma, a la moral Cristiana; al menos, hasta hace un par de años…
Aunque cuando nací ya habían pasado más de diez años de iniciado el Concilio Vaticano II todavía me tocó vivir un concepto de religión ciertamente arcaico; es decir, una fe donde la premisa era el miedo: a un Dios todopoderoso, omnipotente, omnipresente y omnividente; a un demonio casi divino, atento al primer tropezón para caer encima y alejarme de aquél Dios que, por el mismo tropezón, ya me había apartado de su vista. El factor primordial del “amor al Padre” no era la “contrición”, sino la “atrición”. El “santo temor de Dios” era más bien miedo al castigo que el sano “temor” de su Santa Presencia (“Quítate las sandalias, que el suelo que pisas es sagrado…” le dirá Dios a Moisés).
Una vez vi una película en la que aparecía una figurita de marfil donde se representaban tres “monitos”, uno tapándose los ojos, otro tapándose los oídos y el último la boca, y se alcanzaba a leer: “see no evil, hear no evil, speak no evil”. Me vino al instante a la cabeza las imágenes de esa religión predicada por pías damas llamadas “mamás catequistas” en el colegio donde estudié.
Con gran pena debo reconocer que era una religión sofocante, castrante, donde muchas cosas y muchos temas, casi todos, eran un peligroso tabú que podría conducirme al fuego eterno del infierno…
Sin embargo, aprendí a amarla, con temor y todo, supe amarla: algo muy dentro de mí me decía que ese Dios que me predicaban no podía ser tan terrible. Todo era cosa de esperar y estudiar profundamente sus misterios.
Conforme la fui estudiando y profundizando comprobé esa voz que me hablaba de un Dios distinto al predicado por esas mujeres. Poco a poco fui descubriendo al Dios Cristiano del Amor y del Perdón, al Dios Cristiano de la Comprensión y de la Compasión, al Dios Padre, Todopoderoso y lleno de Misericordia, “lento a la cólera y rico en misericordia, generoso para perdonar…”, fui conociendo el verdadero rostro Amantísimo de Cristo, Dios Hijo, hecho Hombre para redimir a la humanidad y darle vida, “¡Y Vida en abundancia!”
Aquella religión y, por lo tanto, aquella Iglesia llena de condenas y condenados se volvió, lentamente, en un remanso dónde encontrarme con Cristo Crucificado y Resucitado, Amor de Amores, que sabe que el hombre cae y que le ayuda misericordiosamente a levantarse: Emmanuel, “Dios con Nosotros”.
Y lo viví, y lo enseñé: me creí “perfecto”, me creí un “santo”.
Y me volví como aquella Iglesia temida, arcana y anciana: lleno de prejuicios y corta visión, acomodado en la comodidad de la engañosa perfección farisaica. Y aprendí a gritar el pecado, a condenar al pecador, a exigir en otros las tantas cargas morales y doctrinales que, según yo, vivía a la perfección. Me ufanaba de mi virginidad y mi vida inmaculada, de mi inocencia y de mi falta de malicia. ¡Estúpido corazón confundido!, ¡miserable entre los miserables que no se saben miserables…!; gritando a los cuatro vientos la oración del necio: “Gracias Padre, porque no me has hecho como los otros…”
Pero un día caí y caí muy bajo.
Un día caí y no me quise levantar. No quise aceptar que era igual o peor que tantos pecadores que hay sobre la tierra. Me hice un hombre soberbio, orgulloso, inefable, fatalmente más pecador que muchos de los pecadores a los que yo les había gritado y vociferado su propia condenación.
Hasta que un día… me desplomé de rodillas ante el Sagrario implorando el perdón tan añorado, reconociendo mi pequeñez ante el Misterio que creía totalmente dominado. Así conocí la verdadera religión de Cristo: la religión del Amor y del Perdón.
Así comprendí que la Iglesia no era un fin, sino un medio. Así conocí la conmiseración, la empatía con el otro, el saberme uno más entre la multitud de los que adoraban al Señor. Pero de un modo diferente, desde otro punto de vista. La vista del pecador. La vista del que realmente necesita ser redimido. La vista del que ha caído mil veces y que mil veces ha necesitado levantarse, del que lucha día a día consigo mismo y con su propio pecado para retornar a los brazos amorosos de Cristo Eucaristía, de Cristo Redención y Reconciliación y Sacerdote Eterno…
No puedo negar lo que creo. Ni lo que viene con aquello que creo. Pero no puedo ser lo que no soy. ¿Qué me hace diferente a los demás? Un día conocí el pecado; pero ese mismo día conocí el Amor de Dios.