«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa» (Mc 6, 4) |
XIV
Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
La Palabra del Día
1ª Lectura: Ez 2, 2-5. Son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio
de ellos.
Interleccional: Sal 122. Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia.
2ª Lectura: 2Co 12, 7b-10. Presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la
fuerza de Cristo.
Evangelio: Mc 6, 1-6. No desprecian a un profeta más que en su tierra.
En Contexto
Tres personas para la misión. Dios escoge para
ser instrumentos de su palabra a un profeta desterrado (1 Lect.), a un
carpintero, hijo de María (Ev.) y el que presume de sus debilidades (2 Lect.).
Difícil la misión de Ezequiel entre sus connacionales (1 Lect.). Jesús
experimenta el rechazo de sus conciudadanos (Ev.). Pablo experimenta
dificultades de todo género en su predicación (2 Lect.). Los tres reconocen que
con cuánta fatiga la verdad se abre camino entre los hombres. (Misal Diario, Almudi).
Este domingo
El profeta
Ezequiel, invadido por el Espíritu, siente la responsabilidad de llevar la
Palabra de Dios a su pueblo. El Profeta, aunque lo ignoren, deberá cumplir su
misión. San Pablo nos habla de algo personal; por la respuesta, parece que se
refiere a las adversidades que siempre le acompañaron en la obra de evangelización.
Jesús va a Nazaret. El sábado enseña en la sinagoga, pero es rechazado. “Lo
conocemos desde pequeño”, dicen los oyentes. Jesús estaba admirado por su falta
de fe. (Misal Mensual “El Pan de la Palabra”, Sociedad de San Pablo, julio 2015).
El salmo 122 es la petición ansiosa de protección divina en medio de la
aflicción.
No es fácil ser Profeta
“El Espíritu
del Señor está sobre mí; Él me ha enviado para llevar a los pobres la Buena
Nueva” (Lc 4,18). ¡Oh, sí,
saberse llamado y enviado! Cuánta alegría da esta misión tan especial. Cuánto orgullo
puede uno sentir cuando escucha estas palabras de Jesús y las hace suyas. Cierto,
hay alegría, hay emoción, se siente uno muy especial, querido y amado, y tomado
en cuenta, puede uno sentirse también intachable, intocable por el mal, y hasta
sabio a causa de una sabiduría infinita que es compartida por Dios… ¡qué
orgullo y qué honor!
Algo similar siente uno cuando se encuentra en
una posición de poder. Ser jefe, ser papá o mamá, ser el gran patriarca o la
gran matriarca familiar. Uno es intocable, incontestable, insustituible… ayer,
sólo era un peón, ahora dirijo el lugar, muchas veces con aquella mano dura que
tanto odié durante mi juventud… pero, ahora es mi turno…
Sí. Es emocionante. Y ahí está el riesgo. Porque
dejo de escuchar y poner atención. Ya no miro hacia abajo, sino que los demás
tienen que mirarme hacia arriba. El riesgo es la soberbia, la corrupción.
El profeta no es así. Sí, se sabe llamado,
escogido, enviado, misionado. Y ello aunque la llena de orgullo, también es un
compromiso, porque no habla él mismo, sino que habla en el nombre de Dios. Y ahí
la dificultad. Los demás tenemos esta posición de poder. Como padre o madre,
con respecto a sus hijos. Como patrón, sobre los peones, como síndico, sobre
los sindicalizados, como gobernante sobre los gobernados, como “rebelde” sobre
los conformistas.
El profeta tiene a Dios de su lado, sí. Pero Dios
le arma basado en la propia naturaleza débil del ser humano. Enviado como “cordero
en medio de lobos”.
Incredulidad y testarudez
El profeta, el verdadero profeta, se enfrenta
constantemente a estas dos debilidades humanas: la incredulidad y la
testarudez. Incredulidad porque creemos saberlo todo, dominarlo todo, porque
nos creemos superiores a Dios en nuestras tradiciones y supersticiones arcaicas
y caducas, como decíamos domingos anteriores, queremos enseñarle el
Padrenuestro a Cristo. Incredulidad, porque queremos que Dios se manifieste en
medio de nosotros con gran poder y gloria, con expresiones maravillosas y fantásticas,
porque sólo así soy capaz de creer, cuando lo oculto y lo misterioso se
manifiesta de forma mágica: un espíritu que nos habla, un objeto que se mueve,
el sol, la luna y las estrellas a nuestros pies… sólo así, cuando Cristo se
baje por sí mismo de la Cruz, sólo así creeré en Él y en su Palabra, sólo
cuando vea en el pastor y el profeta, o en el agente de pastoral, los estigmas
de Cristo, y el sudor de sangre en la oración… qué incrédulos somos ante la
grandeza de Dios expresada en la pequeñez y debilidad humana… eso, no lo
creemos.
Y somos testarudos, porque aunque vemos,
estamos ciegos, aunque oímos, estamos sordos, aunque caminamos seguimos inválidos.
Testarudos, porque nos anclamos en un pasado lúgubre que nos han hecho creer
glorioso. Testarudos porque somos convenencieros y de dobles intenciones, me
voy con el que me da más, con el que me apadrina en mi pereza e ignorancia. Prefiero
al que me “apapacha” que al que me exige. Prefiero al que me presenta a un Dios
complaciente, que al que me presenta al amor que reclama amor.
Sí, ser profeta es maravilloso, hasta que nos
enfrentamos a la triste realidad de un cristiano sin pasión, atenido a una fe superficial,
ignorante de su Dios; apático ante el dolor de una humanidad que gime por la
injusticia, la guerra, y la pobreza extrema.
Peor todavía, cuando el profeta es “conocido”:
cuando el pasado personal, aún y cuando se intente cambiar constantemente, le
condena. Somos tan testarudos con ello, su familia, sus orígenes, su procedencia,
sus actos fuera de contexto. Tan fácil juzgar, tan difícil escuchar… tan fácil
condenar, tan difícil perdonar y confiar en el amor de Dios, y la conversión
del hermano…
Hoy, el Señor nos invita a abrir nuestra mente
y nuestro corazón a su Palabra, nos invita a una conversión, no moral, no de
ser “buenitos”, sino a una verdadera conversión del corazón. La conversión de
aquél que reconoce a su Dios aún en la debilidad, que mira el rostro de Jesús
en la pobreza y marginación del desvalido. Hoy el Señor nos invita a darnos
cuenta que la época de los grandes milagros y grandes manifestaciones ha pasado
y que ahora debemos mirar a Dios en los milagros cotidianos de la vida, en su
Palabra, y en la debilidad humana que el mismo Dios ha abrazado en su querido
Hijo, Jesucristo, nuestro Señor.
“¡Oh
Dios!, que por medio de la humillación de tu Hijo reconstruiste el mundo
derrumbado, concede a tus fieles una santa alegría, para que, a quienes
rescataste de la esclavitud del pecado, nos habas disfrutar el gozo que no
tiene fin”.
Que santa María Virgen, en su advocación de
Guadalupe, nos cubra con su manto protector y nos ayude a comprender la
misericordia divina, para responderle con el amor obediente del hijo que se
sabe rescatado por su Padre celestial.
En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del
Espíritu Santo. Amén.
Mihi Invenire Locum Meum in Caelo
Alfonso Maya Trejo, domingo 5 de julio de 2015,
14º Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B
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