Solemnidad de la Santísima Trinidad
31 de mayo de 2015, Ciclo B
1ª Lectura: Dt 4, 32-34.39-40. El Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro.
Interleccional: Sal 32. Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
2ª Lectura: Rm 8, 14-17. Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: «¡Abba!» (Padre).
Evangelio: Mt 28, 16-20. Bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Hoy la Escritura divina nos revela tres cosas fundamentales, en un ambiente de alegría y estupor: un solo Dios, un Espíritu de amor que nos impulsa a hablar con este Dios y decirle “Abbá”, ¡Padre!, y una realidad que sólo el que ha vivido inserto en esta relación de amor supremo conoce y puede dar a conocer y que se vuelve, desde entonces, un nuevo panorama, una nueva forma de mirar el mundo y a Aquél que nos ha creado, desde el amor: La Santísima Trinidad; un solo Dios en tres Personas divinas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esto, según la definición tradicional, la del antiguo catecismo. Bella, sí, pero incompleta. Incompleta porque le falta algo: la experiencia humana del amor. Hablar de la Santísima Trinidad es hablar del amor, de nuestra propia historia de amor. ¿Cuál es la tuya?
Se trata primero de un encuentro con el Misterio, personal, fundamental, inolvidable. Este encuentro se realiza siempre desde lo más simple y sencillo: con Moisés, en una zarza en medio del desierto, un símbolo simple, muy sencillo y hasta insignificante, pero tan misterioso. Y es, además, una relación que no sólo se piensa y razona, sino que además se experiencia, basta que te lo preguntes, que te des cuenta de su presencia. ¿Dónde? Lo encuentras en lo que hay a tu alrededor, no hay que buscar en lo extraño y extravagante, o en el “maravillosismo” del incrédulo; no, sino en las miradas de tu entorno, en las sonrisas, también en el llanto, en la alegría y en la tristeza, en el triunfo y en el fracaso, en la naturaleza misma, en lo hecho con tus propias manos, incluso en los algoritmos cibernéticos y entre maquinarias y aceites… pero hay que poner atención porque, de lo contrario, podríamos dejar pasar lo que es instantáneo y espontáneo, porque ahí, justo ahí en lo cotidiano está Él, el gran Misterio.
En un segundo momento, tras el encuentro viene la alegría, la dicha, aunque también el estupor de un encuentro con algo que no se comprende del todo. Es sensible, realmente sensible, aunque jamás podrá reducirse a un experimento de laboratorio, a un objeto manipulado por la ciencia o sólo por el intelecto. Requiere escucha atenta, requiere, sí, razón y mucha, pero también confianza, y aceptar el hecho de que su Palabra basta, en un hoy que exige la letra y una firma. Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor, porque siempre tendrá una base, un suelo firme donde sostenerse cuando todo lo demás, y los demás fallan.
Aparece entonces la necesidad de la relación. No basta el encuentro ni la dicha, mucho menos el estupor. Es necesaria la relación. Ahí donde yo estoy, ¡ahí te necesito!, porque tengo que verte, tengo que sentirte, tengo que experimentarte, tengo que hablarte. ¿Y cómo hablar con un Misterio que se desconoce, cómo hablar con un Misterio al que uno no sabe dirigirse propiamente? Por eso, Dios mismo, en su infinita sabiduría y amor, infunde en ti y en mí el Espíritu de hijos que nos hace gritar “Abbá”, ¡Padre! A veces quisiéramos relacionarnos con Él en la misma dinámica de las relaciones de hoy, basadas muchas veces, las más de ellas, en lo superfluo, en el tú de igualdad insolente, donde paso a paso te demuestro mi superioridad sobre ti y donde compito contigo por no sé qué razones de egoísmo y autosuficiencia. Decir y gritar ¡Padre!, aun y con un tú de igualdad en la confianza del amor, es reconocer no su superioridad divina, sino tu posibilidad de poseerlo, de hacerte suyo y hacerlo tuyo, sí a éste Dios nuestro, único y eterno, hacerlo tuyo, de tu propiedad, porque es posible el amor donde al ser tú de Él, Él es tuyo. Es aquí donde entra perfectamente el Espíritu Santo, consolador, sí, pero también inspirador y dador de vida, porque al hacerte exclamar “Abbá” te hace capaz de Dios y capaz del amor. ¿Amas?
Y, finalmente, el culmen de la revelación que comenzó con un encuentro, que prosiguió con la alegría y el estupor y que te impulsó a reconocer al Misterio ya no como un ser lejano, allá, perdido en el cielo y en el ciberespacio, sino como Padre, personal y siempre presente. Llega entonces este culmen, la revelación total: Tan capaz eres del amor que eres digno de reconciliación y de redención. Y por eso no puedes callártelo y guardarlo para ti: la misión es compartirlo, llevarlo al necesitado, al que no ama o no es amado, o peor, que no se siente amado ni capaz de amar. Llevarlo al que vive en la desesperanza, consolando al que ha extraviado el camino y el horizonte porque su “fundamento” se ha desvanecido en la última caída de la bolsa, o en el último partido perdido por su equipo favorito. Llevarlo al que llora, llevarlo al que ríe con la risa escandalosa del cínico, llevarlo al que odia, al que no se da a sí mismo ni acepta a otros a su alrededor, que muere de egoísmo, el vicio y la mentira… hay que anunciarlo a todas las gentes, bautizándolas, es decir, concediéndoles la gracia que tú y yo ya hemos recibido, así, con esta fórmula tan simple y tan compleja: En el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Trinidad, Una y Santa, Misteriosa y tan cercana… ¿la sientes, la experimentas, la haces tuya? Con la gracia y el amor de Dios. Amén.
Mihi Invenire Locum Meum in Caelo.
Mihi Invenire Locum Meum in Caelo.
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