martes, 10 de julio de 2012

Soliloquio sobre la Fe, parte 5, Final.

Soliloquio sobre la Fe
o lo que es mejor:
Disquisiciones Absurdas sobre Fe, Iglesia y Cotidianidad
 (Quinta Parte)


     Al final, ¿qué queda?

     Simplemente el seguir avanzando: la ciencia avanza, la tecnología lo hace a pasos agigantados, el humanismo a tropezones, pero avanza también. Incluso la Iglesia, la fe, su propia doctrina crece día a día… pero pareciera que nos olvidamos de algo mucho más importante y que tenemos qué descubrir. No es algo nuevo, y su fundamento está ahí, enfrente de nosotros, casi tocándonos las narices: Dios, su infinito amor y su enorme misericordia. 

     Al final es la fe la que nos mueve a dejarnos de intentos fallidos y empezar a asumir nuestra responsabilidad. La responsabilidad de reconstruir nuestro mundo, nuestra propia humanidad y, desde luego, nuestra fe, con bases reales y firmes: fe y razón que se acompañan mutuamente en el descubrimiento de lo que realmente somos y de lo que Él Es…

     La “Civilización del Amor” se abre paso poco a poco, algunas veces con el peligro de despeñarse y morir pero, mientras la llama de la fe siga encendida, y el ser humano no deje de lado esta esencia espiritual y divina, podremos ir encontrando el sendero que nos conduzca a la gran meta: La Felicidad… la posesión del Misterio… el gran Encuentro con aquél que sabemos nos ama…
     Menudo tema ¡y vivencia! –creer, que no es tan fácil- nos queda por delante.

domingo, 8 de julio de 2012

Soliloquio sobre la Fe, parte 4


Soliloquio sobre la Fe
 o lo que es mejor:
Disquisiciones Absurdas sobre Fe, Iglesia y Cotidianidad
(Cuarta Parte)



La Fe se vive en lo Cotidiano

     Y surge una pregunta más: ¿Tiene todo esto algo qué ver con mi vida, es decir, con mi cotidiano, con el mundo donde vivo, con mis actividades, mi trabajo, lo que soy?

     Creo que esto es algo que preocupó fuertemente a los Padres Conciliares durante el Vaticano II. Cuando el Papa Bueno, Juan XXIII anunció la necesidad de un concilio que ayudara a la Iglesia a mirarse a sí misma “ad extra et ad intra”, uno de los principales argumentos del “aggiornamento” (actualización, traerla al hoy) fue justamente éste: ¿Cómo ayudar al cristiano de hoy a vivir su fe en medio de un mundo que constantemente la niega?, ¿cómo ayudarle a resolver adecuadamente su principales problemas y angustias, sin negar o contradecir lo fundamental de la doctrina cristiana?

     Pero, a pesar de los grandes esfuerzos del concilio, del sínodo de obispos, de las conferencias episcopales, e incluso, de los grandes teólogos y de los presbíteros en general, incluyendo hasta los “curitas de pueblo”, algunas preguntas siguen sin respuesta.

     Aun así, se hace necesaria, y hoy más que nunca, la construcción de la “Civilización del Amor”. Pero una civilización del amor que verdaderamente ayude al cristiano común, y a toda la humanidad a encontrarse fuerte, personal y constantemente con su Creador: sin fariseísmos ni moralismos absurdos, respetando la persona humana y su propia personalidad, acercándolo cada vez más a su ser de hijo de Dios.

     Mucho se ha logrado también en el avance y defensa de los grandes derechos humanos: la vida, la libertad, principalmente.

     Ahora bien, todo lo anterior tiene eco en la vida cotidiana, porque el ser humano separado de su raíz pierde mucho, pierde su propio ser, su propia orientación y hasta su propia felicidad. Porque en un mundo que deshumaniza y despersonaliza al ser humano es urgente y necesario revalorar lo que “ser humano” comporta.

     Mucho se ha escrito hoy en día sobre lo que “ser humano” implica. Y mucho en este afán de separar al hombre de su propio principio, de su naturaleza, de lo que es su verdadera esencia. Porque cuando la voluntad no quiere aceptar algo, la razón encuentra siempre razones para no creer; pero el corazón le recuerda que ese algo falta, y que sin él estamos completamente solos y perdidos. Ahí es donde se conecta fe, vida, Iglesia.

     Estos argumentos que muchos pensadores, y otros no tanto, han ido “descubriendo” y compartiendo, aunque prometieran mucho en “humanidad” la van desnudando hasta dejarla en nada. Insisto, su fundamento es pobre.

     En un intento de humanizar al hombre se le desnuda a tal punto que se pierde toda razón fundamental de su propia existencia. Creo, afirmo, que no es posible desenraizar la naturaleza humana de su propio principio y fin. Si separamos al hombre de su propio principio y fin dejamos un hombre que no encuentra sentido a su vida, ni a las formas de vida con las que se encuentra por la simple y sencilla razón de que, en un afán de separarlo de dicho principio y de dicho fin, se le deja solo e indefenso consigo mismo y contra sí mismo, además de contra el resto de la humanidad.

     Me refiero propiamente al principio y fin llamado Dios. Se coloca al hombre como medida del propio hombre. El resultado es un ciego que guía a otros ciegos. Es decir, ¿cómo lo imperfecto pretende medir lo imperfecto y dictar caminos de perfección? Nada surge de la nada, la Potencia no puede generar el Acto, de la imperfección jamás resultará la perfección, aunque se le mienta a la imperfección de tener esa capacidad. El hombre no puede ser su propia medida. Al intentarlo el resultado es pobre y sin sentido. ¿De dónde manan todas esas leyes, normas y valores con las que se pretenden que el hombre sea realmente hombre? Ciertamente no del mismo hombre. Tenemos que reconocer que el hombre no hace al hombre, aunque el hombre crece con el hombre. El sinsentido de la vida humana empieza aquí, cuando se le separa de su origen, de su naturaleza y de su propia esencia. Quiero enfatizarlo. Dios.

     El hombre es capaz de Dios. Su principio, su origen y su fin están enteramente ligados a Él, pues de Él procede y a Él tiende. El hombre no es dueño del Ser, sino que participa de Él porque Él así lo ha decidido en su infinita sabiduría. El hombre no es dueño del Ser porque el ser le ha sido dado y, por lo tanto, él no puede darlo, ni compartirlo siquiera. Hay una fuerza mayor que rige todo el cosmos, humano y extrahumano. Hay quien, en un afán de engrandecer al hombre mismo, se atreve, o bien a negar dicho presupuesto, o a hacerlo a un lado como cosa que estorba. Ese alguien, que se atreve a tanto, definitivamente ha tomado el camino errado, principalmente porque no ha querido tener ese encuentro personal con quien le ha dado el Ser por temor, y rechazo, al compromiso y a la entrega que el Ser reclama para sí y para el resto de la humanidad y para el resto de lo que Él ha hecho y engendrado. Porque la libertad no consiste, como piensan algunos, en no tener compromisos que lo “encadenen” a uno; la libertad consiste, justamente, en saber tenerlos, en saberse comprometer, encadenar por amor…

     Hombres ciegos que pretenden entender su propia esencia como algo separado de su origen. Esos hombres no tienen ni la menor noción de lo que ser humano implica y significa. Dicen estar de acuerdo al progreso, libres de “mitos” y creencias añejas y arcanas, hombres que desprecian la fe ensalzando a la razón, sin ver que la fe es justamente el culmen de la razón y su complemento. Cuán equivocados están de pensar que ellos mismos son los creadores de ellos mismos y su entorno. Cuántas palabras vacías han vertido en precioso papel para perjuicio propio y de cuantos les rodean. Ciegos que guían ciegos.


sábado, 7 de julio de 2012

Soliloquio sobre la Fe, parte 3

Soliloquio sobre la Fe
o lo que es mejor:
Disquisiciones Absurdas sobre Fe, Iglesia y Cotidianidad
(Tercera Parte) 



La Fe y la Iglesia: inseparables

     Pero entonces, surge una cuestión: si la fe es un proceso personal (al menos hasta aquí ha sido tratada como un proceso meramente personal), ¿por qué la necesidad de una vivencia comunitaria, eclesial; dicho de otro modo, porqué vivirla dentro de una institución, dentro de la Iglesia?

     Primero, porque no es sólo una mera experiencia personal, quizá sí nace así, pero el proceso es totalmente comunitario: Jesús convoca una comunidad de discípulos y prepara de manera especialísima a un grupo más pequeño que son sus Apóstoles –y si miramos bien, incluso la fe de Jesucristo es el resultado de la experiencia comunitaria del pueblo de Israel en su propia historia. De igual forma la misma Iglesia surge a partir de esta primigenia comunidad apostólica (de esta fe “mamada” de la experiencia que un pueblo tiene de Dios), extendiéndose, configurándose y viviéndose en comunidades, porque la relación con Dios no se entiende sino es partir del otro: Me encuentro con Dios, sí, pero siempre junto con y a partir de otros, al grado de que “todos ellos tenían un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32). De tal forma que, en este encuentro personal con Dios va incluido el encuentro comunitario.

     Muchos pretenden concebir a la Iglesia misma como una institución o una sociedad absolutamente perfecta, en la que cualquier acto contrario a la perfección pudiera no ser “digno” de ella. Nada más lejano.

     Muchas personas me conocen como reaccionario, incluso como desobediente, liberal y hasta, en muy contadas ocasiones, herético. Aunque también hay muchos que me tienen exactamente por todo lo contrario: impositivo, totalitario, intolerante, dogmático y ultraconservador: como un cristiano de “esos que siempre se irán al cielo”. Me han cuestionado acerca de mi pertenencia a una institución que, históricamente, se ha identificado con la intolerancia y el autoritarismo. De hecho, hasta dentro de la institución, me han tachado de soberbio por “atreverme” a criticar la institución y lo instituido. Me han oído unirme a la frase del teólogo dominico Yves Congar: Ella no sabe perdonar… “y aun así, aún aquí” puedo afirmar: Para estar plenamente con Cristo es necesario, imprescindible estar unido, por la total comunión, con la Iglesia: Una, Santa, Católica y Apostólica. Y no por mero oportunismo o mera conveniencia social, sino por ese “pegamento” extraordinario que es el amor, porque el amor, más que ser un simple “pegamento” es la esencia del cristianismo total y completo: éste se escindió, sufrió rupturas justamente a partir de que éste concepto y vivencia dejaron de importar a la humanidad, justamente cuando el ser humano dejó de pensar e interesarse en el otro para concentrarse sólo en sí mismo: al odio se le define como ausencia de amor, y el principal enemigo del amor siempre será el egoísmo, cuyo producto es el odio. Quien no ama odia, porque al no amar no se puede comprender la vida misma, y por lo tanto, al perder la vida “en vida” se pierde el sentido de lo bueno, lo bello, lo verdadero, lo único, quedando en una especie de “nada” que no permite, bajo ninguna circunstancia, apreciar lo más mínimo de la vida misma, del entorno, del universo. El que no ama se niega a sí mismo, y por lo tanto, no tiene otra posibilidad más que el odio que destruye y aniquila.

     Quiero decir, no podemos perder de vista esta doble dimensión de la Iglesia: su naturaleza divina, por su institución, y su naturaleza humana, por quienes la formamos, jerarquía y fieles laicos.

     Desde luego, en su naturaleza divina, afirmamos de la Iglesia los cristianos la sociedad perfecta: El pueblo de Dios, el Cuerpo Místico de Jesucristo, el Templo del Espíritu Santo. La Iglesia como continuadora del misterio de Dios en el mundo, y la mediadora entre la humanidad y Dios. Afirmamos también la Iglesia como garante y custodia del Depósito de la Fe, encomendado por Cristo mismo a los Apóstoles. Afirmamos así la Iglesia jerárquica, donde la autoridad no emana del pueblo, sino de Dios Padre que elige, llama y envía. Afirmamos también la Iglesia carismática, en el sentido de que es Una en la diversidad de carismas que el Espíritu Santo concede a sus miembros y que la enriquece y ayuda a cumplir con fidelidad su misión: Ir por todo el mundo anunciando el Evangelio y bautizando a todas las gentes en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Afirmamos finalmente la santidad de la Iglesia, puesto que si es obra de Dios, es buena, como bueno ha sido todo lo que Él ha creado.

     Pero no podemos dejar de mirar también su naturaleza humana: Una única Iglesia fundada por Cristo, y encomendada a sus Apóstoles, es decir, a seres humanos, quienes a su vez han delegado el poder concedido y han enviado a otros para colaborar con ellos en tan enorme tarea de evangelizar a las naciones. Así va surgiendo la jerarquía, así se van distribuyendo los carismas donados, así se va expandiendo y edificando el Reino de Dios. Pero en medio de la imperfección humana, en medio del pecado, en medio de la miseria, en medio, también no lo podemos negar, de la santidad de varios, en realidad de muchos que con su testimonio le han dado vida a esta obra de Dios.

     Por eso, cuando miramos a la Iglesia no nos podemos quedar en mirar solo una dimensión. No nos podemos quedar con la mirada en los cielos pensando en aquella sociedad perfecta en la que nada se puede reprochar, y en la que, por cierto, según los criterios humanos, nada pecador ni imperfecto puede tocarla ni mancharla. Pero tampoco nos podemos quedar con sólo los pies puestos sobre la tierra, o enterrados en ella, mirando sólo las angustias y las amenazas de un pueblo pecador, contaminado y corrupto.

     Mirar a la Iglesia, y pertenecer además a ella, es contemplarla en su unidad, sí con la mirada puesta en el cielo, pero con los pies bien puestos sobre la tierra. Mirarla en su santidad, pero también en su pecado; y descubrir que en ella y a través de ella, y a pesar de ella, Dios sigue mostrando su poder, su amor y su misericordia al ser humano. A través de sus Sacramentos sigue derramando gracia sobre gracia; a través de las Escrituras, viviéndolas en una Tradición siempre viva y explicándolas por medio del Magisterio Eclesial es que Dios se sigue revelando hoy en día; y a través y a pesar del pecado de sus miembros, Dios sigue obrando su poder, su amor y su misericordia… ¡Grande, en verdad, es el amor de Dios!

     Cuando yo mismo me cuestiono mi pertenencia a esta institución basta recordar estos puntos arriba expuestos para recordar que este Dios, único, personal y paternal, está conmigo y con los míos en cada instante. Si Dios conmigo, quién contra mí… (Cfr. Rom 8,31)
Pero, aunque la fe es algo que se vive desde dentro y de manera personal, es algo también que se comparte una vez que se descubre su gran riqueza… y que para descubrirla, también es necesario que alguien nos la comparta. Ahí el carácter comunitario de la Iglesia. Esta asamblea en donde unos y otros comparten y viven juntos y en comunión su fe y su vivencia de Dios.

     La Iglesia: esta Asamblea de bautizados que, convocados por Cristo e iluminados, consolados e inspirados por el Espíritu Santo, caminan juntos y en comunión a la Casa del Padre, Dios todopoderoso y eterno, Dios de amor y misericordia.


viernes, 6 de julio de 2012

Soliloquio sobre la Fe, parte 2

Soliloquio sobre la Fe
o lo que es mejor:
Disquisiciones Absurdas sobre Fe, Iglesia y Cotidianidad
(Segunda Parte)



El don de la Fe

     La fe, desde luego es un don, pero un don que se tiene que cultivar con asiduidad. La relación con Dios no se caracteriza por una inmediatez, ni por resultados absolutamente automáticos. Muchas veces, en el ambiente eclesiástico mismo, se nos llega a presentar, por ejemplo, la conversión como un acto radical y absoluto que transforma a la persona de un instante al otro inmediato. Y no siempre; de hecho, pocos son los casos bíblicos (Pablo, Zaqueo) y extra bíblicos de conversiones repentinas y radicales. La acción de Dios es lenta, muchas veces apenas perceptible (la brisa serena de Elías, por ejemplo: 1R 19,12-13). Sin embargo, el ser humano promedio quisiera manifestaciones divinas extraordinarias, magníficas, “milagrosas” (Mc 15,31-32) y hasta mágicas (Hch 8,9-24). Así, la conversión las más de las veces es un proceso lento, pero tremendamente voluntario y libre.

     La conversión, fruto de la fe, es un proceso que implica la vida toda, hasta el poder afirmar en cierto momento, como san Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino Cristo, quien vive en mí” (Gal 2,20). Inicia en un encuentro muy personal con Dios, pasando por un torrente de crisis y dudas, en medio muchas veces, las más de ellas, de una especie de aridez espiritual que no es otra cosa sino la “presencia escondida de Dios” –San Juan de la Cruz la define como “la noche oscura del alma”.

     En este proceso espiritual, bien llevado y vivido, la aridez es común y necesaria. Es justamente entrar en el “yo” para descubrir “mi nada”, mis carencias, mi tremenda necesidad de Dios y este desencuentro personal, desde luego, no es nada agradable. La persona humana es sensible, y necesita de lo sensible, la persona humana quiere sentir a Dios. La aridez se caracteriza justamente por este “no pasa nada, no siento nada”. Es como si Dios lo hubiera abandonado a uno dejándolo a sus solas fuerzas y es entonces cuando, o uno se desespera y abandona irremediablemente la búsqueda, sintiéndose fracasado y hasta defraudado por Dios, con consecuencias terribles, porque es entonces cuando se abandona hasta la fe misma, o movidos por cierto temor se dice que “se mantiene la fe”, pero sin vivirla adecuadamente o buscando soluciones más sencillas o placenteras; o bien, en esta búsqueda no se desespera y acomete con mayor intensidad en este encuentro con el Padre. Desde luego, es la parte más difícil de la vida de fe, porque implica un abandonarse verdaderamente en las manos del Creador al que ni se le ve ni se le siente, pero que de una u otra forma se le sabe presente. En esta aridez espiritual lo más complejo es no dejarse llevar por las distracciones (Santa Teresa de Ávila las identifica con la imaginación llamando a ésta la “loca de la casa”) y por las tentaciones que seguidamente estarán presentes: se trata de la lucha personal contra los propios demonios, y éstos demonios, diría Jesús “sólo se le combaten con oración, ayuno y penitencia” (cfr. Mc 9,29). Oración, en tanto comunicación íntima con Dios; ayuno, donde, además de disminuir los alimentos, se busca disminuir la frecuencia del propio pecado; penitencia, en tanto buscamos algunos actos de reparación por nuestros pecados.

     Además, en esa especie de “no pasa, ni siento nada” –la aridez misma-, está la acción imperceptible de un Dios  que ama, respeta la libertad personal y no fuerza a la persona, finalizando en un acto libre de decisión: quiero o no quiero (Cfr. Mc 10,17-22). Y el querer lleva al actuar (Lc 19,1-10).

     Creer implica un “dejarse tocar” por Dios, un introducirse en el Misterio, abandonarse en las manos del Creador, sentirse protegido y tomado de su mano, alcanzar  una conciencia de se es y se pertenece al Señor, y que, al final, “todo lo demás se dará por añadidura” (cfr. Mt 6,33); pero también requiere esfuerzo personal, estudio, razonamiento, profundización, relación constante con el Misterio, oración personal y comunitaria, y también un dejarse ayudar y un compartir comunitario. Creer implica conformar nuestro actuar con la fe, con aquello que creo. Creer no implica, bajo ningún motivo ni bajo ningún aspecto, un renunciar a nuestra capacidad de razonar, porque “es la razón quien busca, pero el corazón el que responde”. Pienso y afirmo que es muy importante en el proceso personal de fe el juzgar dicha fe, el cuestionarla, el criticarla, el discernir lo verdadero, lo esencial de lo meramente accesorio, accidental, fútil. Es un dilucidar cuidadosamente los criterios divinos contraponiéndolos a los humanos, abiertos siempre, el corazón y la mente, a la acción del Espíritu Santo. Y se trata de un creer real, a la manera de Dios, y no a la manera del hombre. Y hay experiencias alentadoras al respecto: Abraham que se abandona completamente a esta experiencia de confiar plenamente en la voluntad divina, aunque no se sepa con certeza a dónde se habrá de llegar (Gen 12,4); o como San Juan Bautista de la Salle que descubre hacia el final de su vida cómo Dios lo fue conduciendo a fundar una obra de forma muy paciente, lenta, casi imperceptible. Santa Teresa de Jesús nos habla justamente de este proceso en sus Moradas: Cómo desde lo más terrenal y netamente humano, desde los ambientes en los que los sentidos se mueven, pasando por el desapego material, la liberación de engaños, la alabanza, hasta una ascensión a la contemplación profunda, donde solamente se contempla al amado –es decir, Dios mismo-, sin ningún tipo de juicio. Es aquí donde hablamos de que la fe invita, en determinado momento una suspensión del juicio; y no porque tener fe sea no hacer uso de la razón, sino porque la fe es el siguiente nivel, después de la razón. Una fe verdadera y profunda, vivida en la oración y a través de la oración nos podría conducir al nivel humano más excelso: la misticidad.

     Y justamente la misticidad es la principal característica del que tiene fe. La misticidad se caracteriza por la parte sensible de la fe. Karl Rahner, eminente teólogo alemán, afirmó que el cristiano del tercer milenio tenía que ser místico, o no sería (Experiencia del Espíritu, Madrid 1978). Porque el que tiene fe, o la está forjando, alimentando y trabajando, es una persona en constante relación con su Creador. Y el que está en constante relación con Dios, llega a un punto en el que hasta lo siente. Jesús es la luz del mundo y el cristiano tiene que dejarse iluminar por esa luz, para luego poder reflejarla a otros (cfr. Jn 1,4-8), guiándolos a su destino final: El amor de Dios en la vida diaria y en la vida eterna. La gran promesa del Reino de Dios es justamente esta: vivir eternamente en la presencia de aquél que tanto nos ha amado, que nos ha creado a su imagen y semejanza, y que nos enseña, sin forzarnos, a vivir ese amor hacia los demás en un servicio que nos logra el bienestar personal y comunitario.
     Tener fe implica un encuentro personal, fuerte y poderoso con Jesús, de tal forma que no lo podamos soltar (Lc 19,1-10; Jn 3,1-21; Jn 4); requiere y produce un esfuerzo personal muy fuerte y profundo, pero completamente asistido por la inspiración del Espíritu Santo, siguiendo las grandes enseñanzas y testimonio de la Palabra Hecha Carne, peregrinando en esta vida hacia la Casa del Padre todopoderoso, creador de cuanto existe, imbuido en una Civilización del Amor. Porque amar significa buscar, en la felicidad del otro, mi propia felicidad. Tener fe es, al final de todo, saber amar.

Soliloquio sobre la Fe, parte 1


Soliloquio sobre la Fe
o lo que es mejor:
Disquisiciones Absurdas sobre Fe, Iglesia y Cotidianidad

     No es fácil creer… La fe no es algo mágico. Se tiene o no se tiene… y si se tiene, se alimenta, o se corre el riesgo de perderla. 

    Me considero un “cristiano-católico de siempre”. Estudié primaria, secundaria y bachillerato en una institución confesional católica. Durante gran parte del bachillerato, incluso estuve internado en una casa de formación religiosa. La universidad la estudié en un centro “ultra-católico”. He trabajado en colegios confesionales o mínimo de extracción cristiana. He sido seminarista. Actualmente, como laico, colaboro en mi parroquia, ejerciendo mis ministerios laicales de lectorado y acolitado. Formo parte del EPAP y Consejo de Pastoral Parroquial; y tengo diversas colaboraciones en otras tareas eclesiales.

     Y aun así, o con todo esto, afirmo: No es fácil creer.

     Es verdad que hoy día hay una especie de despertar espiritual en la sociedad. Pero, contra toda teoría «psico-filosófica-teológica-social-económica-ingenieril» este despertar espiritual se caracteriza más bien por una religiosidad de “espiritualidad mágica”… como si un sinónimo de lo espiritual y lo religioso fuera justamente la magia.

     Para mucha gente, de acuerdo con mi experiencia laboral y pastoral, orar, ir a misa o a los servicios religiosos que se ofrecen en toda institución religiosa, supone un rito más bien mágico que de fe verdadera. Se confunde justamente la fe con una fantasía mágica. Y la realidad (que se confunde con “lo normal”, con lo cotidiano) es muy distinta.

     En los tiempos actuales creer se ha vuelto sólo en un “afirmar” un conjunto de ideas de algo que se quiere definir, no como superior al ser humano, sino como complementario, superfluo,  al “servicio” exclusivo y a disposición personal. Estas ideas no son permanentes ni inmutables, sino que pueden ir cambiando según se acomoden a las necesidades y a la situación personal del momento, dejando de ser verdad para convertirse en mera opinión, muchas veces dominada sólo por la moda. Creer, entonces, se convierte en sólo ideas que rigen el pensamiento, pero no las acciones; es decir, quedan sólo en el área del intelecto sin mayor repercusión en la vida diaria: no exigen un compromiso y mucho menos exigen un código actitudinal.

     Y esto representa, por un lado un grave retroceso en el progreso espiritual de la humanidad, porque hay un retorno al aspecto mágico de lo religioso, a la manera de las religiones primitivas y naturales –supuestamente superado por el progreso científico y racional de la humanidad-, pero aunado a ello, por otro lado, corrompida esta religiosidad por la falta de convicciones y certezas; es decir, lo verdadero deja de ser inmutable, perenne y necesario para ser algo solamente contingente y accesorio a la vida del ser humano: “puedo creer en un dios –¡y hasta está de moda!-, un dios a imagen y semejanza de lo humano, aunque yo vivo, en realidad, como si tal dios o no existiera, o no tuviera mayor repercusión o intervención en mi vida; un dios que está ahí, presente, pero no actuante, que contempla mi vida pero no forma parte de mi espacio; un dios mágico, y totalmente al servicio mis intenciones meramente egoístas”.

     Para mucha gente tener fe –creer- es simplemente una condición humana necesaria para pertenecer o formar parte de algo, pero no una condición necesaria para alcanzar el propio fin, perfección y felicidad.

     Resulta evidente que, actualmente, hay una especie de supermercado de lo religioso y espiritual donde cada quien escoge y toma lo que cree más conveniente para sí mismo, siempre de manera absolutamente personal y sin mayores repercusiones en la vida diaria, sin importar siquiera su procedencia y mucho menos sus fundamentos. Es decir la contradicción de un relativismo “absoluto”, en donde no hay cabida para lo verdadero, para la certeza, para lo inmutable, para lo eterno. La fe, entonces, es un producto más que se adquiere de acuerdo a la entera conveniencia personal y según las “normas” de la moda.

     El resultado es caótico: pérdida absoluta de valores universales, confusión entre realidad y fantasía, desencanto que conduce a la pérdida el propio sentido de la vida, deshumanización, irracionalidad, e incluso, aridez de vida. No hay más ideales ni mucho menos algo superior que rija el devenir de la naturaleza y la vida humana. Todo se vuelve relativo y cambiante, al grado de perder incluso el respeto a la vida en general y a dignidad de la persona humana: “tanto eres en tanto sirvas a propósitos personales y egoístas, de otro modo eres absolutamente remplazable y accesorio”.

     El producto final es absoluto vacío y sinsentido, violencia, nada motiva (ni el propio progreso), se vive más por inercia que por gusto, se pasa por el mundo sin un proyecto de vida y sin ideales, incluso viviendo sin amor y con un odio a todo aquello que implique o huela a moral y ético. Ante esta realidad, las grandes religiones son entonces arcaicas, intolerantes, dogmáticas e inservibles.

     Así, se complica aún más el creer, el tener y mantener una fe verdadera y real…