o lo que es mejor:
Disquisiciones Absurdas sobre Fe, Iglesia y Cotidianidad
No es fácil creer… La fe no es algo mágico. Se tiene o no se tiene… y si se tiene, se alimenta, o se corre el riesgo de perderla.
Me considero un “cristiano-católico de siempre”. Estudié primaria, secundaria y bachillerato en una institución confesional católica. Durante gran parte del bachillerato, incluso estuve internado en una casa de formación religiosa. La universidad la estudié en un centro “ultra-católico”. He trabajado en colegios confesionales o mínimo de extracción cristiana. He sido seminarista. Actualmente, como laico, colaboro en mi parroquia, ejerciendo mis ministerios laicales de lectorado y acolitado. Formo parte del EPAP y Consejo de Pastoral Parroquial; y tengo diversas colaboraciones en otras tareas eclesiales.
Y aun así, o con todo esto, afirmo: No es fácil creer.
Es verdad que hoy día hay una especie de despertar espiritual en la sociedad. Pero, contra toda teoría «psico-filosófica-teológica-social-económica-ingenieril» este despertar espiritual se caracteriza más bien por una religiosidad de “espiritualidad mágica”… como si un sinónimo de lo espiritual y lo religioso fuera justamente la magia.
Para mucha gente, de acuerdo con mi experiencia laboral y pastoral, orar, ir a misa o a los servicios religiosos que se ofrecen en toda institución religiosa, supone un rito más bien mágico que de fe verdadera. Se confunde justamente la fe con una fantasía mágica. Y la realidad (que se confunde con “lo normal”, con lo cotidiano) es muy distinta.
En los tiempos actuales creer se ha vuelto sólo en un “afirmar” un conjunto de ideas de algo que se quiere definir, no como superior al ser humano, sino como complementario, superfluo, al “servicio” exclusivo y a disposición personal. Estas ideas no son permanentes ni inmutables, sino que pueden ir cambiando según se acomoden a las necesidades y a la situación personal del momento, dejando de ser verdad para convertirse en mera opinión, muchas veces dominada sólo por la moda. Creer, entonces, se convierte en sólo ideas que rigen el pensamiento, pero no las acciones; es decir, quedan sólo en el área del intelecto sin mayor repercusión en la vida diaria: no exigen un compromiso y mucho menos exigen un código actitudinal.
Y esto representa, por un lado un grave retroceso en el progreso espiritual de la humanidad, porque hay un retorno al aspecto mágico de lo religioso, a la manera de las religiones primitivas y naturales –supuestamente superado por el progreso científico y racional de la humanidad-, pero aunado a ello, por otro lado, corrompida esta religiosidad por la falta de convicciones y certezas; es decir, lo verdadero deja de ser inmutable, perenne y necesario para ser algo solamente contingente y accesorio a la vida del ser humano: “puedo creer en un dios –¡y hasta está de moda!-, un dios a imagen y semejanza de lo humano, aunque yo vivo, en realidad, como si tal dios o no existiera, o no tuviera mayor repercusión o intervención en mi vida; un dios que está ahí, presente, pero no actuante, que contempla mi vida pero no forma parte de mi espacio; un dios mágico, y totalmente al servicio mis intenciones meramente egoístas”.
Para mucha gente tener fe –creer- es simplemente una condición humana necesaria para pertenecer o formar parte de algo, pero no una condición necesaria para alcanzar el propio fin, perfección y felicidad.
Resulta evidente que, actualmente, hay una especie de supermercado de lo religioso y espiritual donde cada quien escoge y toma lo que cree más conveniente para sí mismo, siempre de manera absolutamente personal y sin mayores repercusiones en la vida diaria, sin importar siquiera su procedencia y mucho menos sus fundamentos. Es decir la contradicción de un relativismo “absoluto”, en donde no hay cabida para lo verdadero, para la certeza, para lo inmutable, para lo eterno. La fe, entonces, es un producto más que se adquiere de acuerdo a la entera conveniencia personal y según las “normas” de la moda.
El resultado es caótico: pérdida absoluta de valores universales, confusión entre realidad y fantasía, desencanto que conduce a la pérdida el propio sentido de la vida, deshumanización, irracionalidad, e incluso, aridez de vida. No hay más ideales ni mucho menos algo superior que rija el devenir de la naturaleza y la vida humana. Todo se vuelve relativo y cambiante, al grado de perder incluso el respeto a la vida en general y a dignidad de la persona humana: “tanto eres en tanto sirvas a propósitos personales y egoístas, de otro modo eres absolutamente remplazable y accesorio”.
El producto final es absoluto vacío y sinsentido, violencia, nada motiva (ni el propio progreso), se vive más por inercia que por gusto, se pasa por el mundo sin un proyecto de vida y sin ideales, incluso viviendo sin amor y con un odio a todo aquello que implique o huela a moral y ético. Ante esta realidad, las grandes religiones son entonces arcaicas, intolerantes, dogmáticas e inservibles.
Así, se complica aún más el creer, el tener y mantener una fe verdadera y real…
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