sábado, 7 de julio de 2012

Soliloquio sobre la Fe, parte 3

Soliloquio sobre la Fe
o lo que es mejor:
Disquisiciones Absurdas sobre Fe, Iglesia y Cotidianidad
(Tercera Parte) 



La Fe y la Iglesia: inseparables

     Pero entonces, surge una cuestión: si la fe es un proceso personal (al menos hasta aquí ha sido tratada como un proceso meramente personal), ¿por qué la necesidad de una vivencia comunitaria, eclesial; dicho de otro modo, porqué vivirla dentro de una institución, dentro de la Iglesia?

     Primero, porque no es sólo una mera experiencia personal, quizá sí nace así, pero el proceso es totalmente comunitario: Jesús convoca una comunidad de discípulos y prepara de manera especialísima a un grupo más pequeño que son sus Apóstoles –y si miramos bien, incluso la fe de Jesucristo es el resultado de la experiencia comunitaria del pueblo de Israel en su propia historia. De igual forma la misma Iglesia surge a partir de esta primigenia comunidad apostólica (de esta fe “mamada” de la experiencia que un pueblo tiene de Dios), extendiéndose, configurándose y viviéndose en comunidades, porque la relación con Dios no se entiende sino es partir del otro: Me encuentro con Dios, sí, pero siempre junto con y a partir de otros, al grado de que “todos ellos tenían un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32). De tal forma que, en este encuentro personal con Dios va incluido el encuentro comunitario.

     Muchos pretenden concebir a la Iglesia misma como una institución o una sociedad absolutamente perfecta, en la que cualquier acto contrario a la perfección pudiera no ser “digno” de ella. Nada más lejano.

     Muchas personas me conocen como reaccionario, incluso como desobediente, liberal y hasta, en muy contadas ocasiones, herético. Aunque también hay muchos que me tienen exactamente por todo lo contrario: impositivo, totalitario, intolerante, dogmático y ultraconservador: como un cristiano de “esos que siempre se irán al cielo”. Me han cuestionado acerca de mi pertenencia a una institución que, históricamente, se ha identificado con la intolerancia y el autoritarismo. De hecho, hasta dentro de la institución, me han tachado de soberbio por “atreverme” a criticar la institución y lo instituido. Me han oído unirme a la frase del teólogo dominico Yves Congar: Ella no sabe perdonar… “y aun así, aún aquí” puedo afirmar: Para estar plenamente con Cristo es necesario, imprescindible estar unido, por la total comunión, con la Iglesia: Una, Santa, Católica y Apostólica. Y no por mero oportunismo o mera conveniencia social, sino por ese “pegamento” extraordinario que es el amor, porque el amor, más que ser un simple “pegamento” es la esencia del cristianismo total y completo: éste se escindió, sufrió rupturas justamente a partir de que éste concepto y vivencia dejaron de importar a la humanidad, justamente cuando el ser humano dejó de pensar e interesarse en el otro para concentrarse sólo en sí mismo: al odio se le define como ausencia de amor, y el principal enemigo del amor siempre será el egoísmo, cuyo producto es el odio. Quien no ama odia, porque al no amar no se puede comprender la vida misma, y por lo tanto, al perder la vida “en vida” se pierde el sentido de lo bueno, lo bello, lo verdadero, lo único, quedando en una especie de “nada” que no permite, bajo ninguna circunstancia, apreciar lo más mínimo de la vida misma, del entorno, del universo. El que no ama se niega a sí mismo, y por lo tanto, no tiene otra posibilidad más que el odio que destruye y aniquila.

     Quiero decir, no podemos perder de vista esta doble dimensión de la Iglesia: su naturaleza divina, por su institución, y su naturaleza humana, por quienes la formamos, jerarquía y fieles laicos.

     Desde luego, en su naturaleza divina, afirmamos de la Iglesia los cristianos la sociedad perfecta: El pueblo de Dios, el Cuerpo Místico de Jesucristo, el Templo del Espíritu Santo. La Iglesia como continuadora del misterio de Dios en el mundo, y la mediadora entre la humanidad y Dios. Afirmamos también la Iglesia como garante y custodia del Depósito de la Fe, encomendado por Cristo mismo a los Apóstoles. Afirmamos así la Iglesia jerárquica, donde la autoridad no emana del pueblo, sino de Dios Padre que elige, llama y envía. Afirmamos también la Iglesia carismática, en el sentido de que es Una en la diversidad de carismas que el Espíritu Santo concede a sus miembros y que la enriquece y ayuda a cumplir con fidelidad su misión: Ir por todo el mundo anunciando el Evangelio y bautizando a todas las gentes en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Afirmamos finalmente la santidad de la Iglesia, puesto que si es obra de Dios, es buena, como bueno ha sido todo lo que Él ha creado.

     Pero no podemos dejar de mirar también su naturaleza humana: Una única Iglesia fundada por Cristo, y encomendada a sus Apóstoles, es decir, a seres humanos, quienes a su vez han delegado el poder concedido y han enviado a otros para colaborar con ellos en tan enorme tarea de evangelizar a las naciones. Así va surgiendo la jerarquía, así se van distribuyendo los carismas donados, así se va expandiendo y edificando el Reino de Dios. Pero en medio de la imperfección humana, en medio del pecado, en medio de la miseria, en medio, también no lo podemos negar, de la santidad de varios, en realidad de muchos que con su testimonio le han dado vida a esta obra de Dios.

     Por eso, cuando miramos a la Iglesia no nos podemos quedar en mirar solo una dimensión. No nos podemos quedar con la mirada en los cielos pensando en aquella sociedad perfecta en la que nada se puede reprochar, y en la que, por cierto, según los criterios humanos, nada pecador ni imperfecto puede tocarla ni mancharla. Pero tampoco nos podemos quedar con sólo los pies puestos sobre la tierra, o enterrados en ella, mirando sólo las angustias y las amenazas de un pueblo pecador, contaminado y corrupto.

     Mirar a la Iglesia, y pertenecer además a ella, es contemplarla en su unidad, sí con la mirada puesta en el cielo, pero con los pies bien puestos sobre la tierra. Mirarla en su santidad, pero también en su pecado; y descubrir que en ella y a través de ella, y a pesar de ella, Dios sigue mostrando su poder, su amor y su misericordia al ser humano. A través de sus Sacramentos sigue derramando gracia sobre gracia; a través de las Escrituras, viviéndolas en una Tradición siempre viva y explicándolas por medio del Magisterio Eclesial es que Dios se sigue revelando hoy en día; y a través y a pesar del pecado de sus miembros, Dios sigue obrando su poder, su amor y su misericordia… ¡Grande, en verdad, es el amor de Dios!

     Cuando yo mismo me cuestiono mi pertenencia a esta institución basta recordar estos puntos arriba expuestos para recordar que este Dios, único, personal y paternal, está conmigo y con los míos en cada instante. Si Dios conmigo, quién contra mí… (Cfr. Rom 8,31)
Pero, aunque la fe es algo que se vive desde dentro y de manera personal, es algo también que se comparte una vez que se descubre su gran riqueza… y que para descubrirla, también es necesario que alguien nos la comparta. Ahí el carácter comunitario de la Iglesia. Esta asamblea en donde unos y otros comparten y viven juntos y en comunión su fe y su vivencia de Dios.

     La Iglesia: esta Asamblea de bautizados que, convocados por Cristo e iluminados, consolados e inspirados por el Espíritu Santo, caminan juntos y en comunión a la Casa del Padre, Dios todopoderoso y eterno, Dios de amor y misericordia.


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