"Porque el que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mc 3,35) |
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Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
La Palabra del Día
1ª Lectura: Gen 3, 9-15. Establezco
hostilidades entre tu estirpe y la de la mujer.
Interleccional: Sal 129. Perdónanos, Señor, y
viviremos.
2ª Lectura: 2Cor 4, 13—5,1. Creemos y por eso hablamos.
Evangelio: Mc 3, 20-35. Creemos y por
eso hablamos.
En Contexto
El Génesis narra la aparición del primer
pecado en la humanidad, pero sobresale la promesa de salvación, porque aunque
el hombre se aleje de Dios, Él nunca lo abandonará. Por su parte, San Pablo, en
la 2ª carta a los corintios, nos describe la fuerza de la fe como el sostén de
la vida, y está convencido que Aquel que resucitó a Jesús también nos
resucitará. En el Evangelio, los adversarios de Jesús, ante el bien que
realiza, concluyen que está poseído por Satanás. Jesús les explica por qué
Satanás no puede expulsarse a sí mismo. Aclara que su familia es quienes
cumplen la voluntad de Dios (Misal Diario,
Pan de la Palabra). En el salmo 129(130), nos invita a alzar
nuestra voz en una oración de profunda confianza en el amor y misericordia
divina.
Durante el Tiempo
Ordinario
Grandes han sido
las celebraciones pasadas. Tras terminar la gran fiesta de la Pascua, con la
Solemnidad del Pentecostés, hemos festejado el principal Misterio de nuestra
Fe: la Santísima Trinidad, cuya esencia es el Amor.
Así, viviendo ahora el Tiempo Ordinario, un
tiempo litúrgico donde conmemoramos diversos “hechos y dichos de Jesús”, y
durante el cual hacemos una lectura casi continua de todo el Evangelio según
san Marcos, quizá el evangelio más antiguo, nos encontramos con este Jesús
anunciado por los profetas y presentado por el mismo Marcos como “el Hijo de
Dios”. Marcos nos irá narrando con una sencillez magnífica, y en ocasiones muy
directa y hasta brutal, estos dichos y hechos de Jesús, tal y como lo hace hoy:
poniendo de relieve una serie de desencuentros con las autoridades que conducen
a malinterpretaciones y a pensar en un Jesús más bien “loco”. Se trata, al
final, más que de una locura, de un apasionamiento por anunciar la Buena Noticia, lo que lleva a
Jesús a ser tan claro y contundente en las más de las ocasiones.
Nuestra oración Colecta nos impulsa a hacer
realidad el mensaje de hoy: “Señor Dios,
de quien todo bien procede, escucha nuestras súplicas y concédenos que
comprendiendo, por inspiración tuya, lo que es bueno y recto, eso mismo, bajo
tu guía, lo hagamos realidad.”
Del Pecado…
La Sagrada Liturgia de hoy nos presenta una
especie de itinerario espiritual para vivir y comprender el mensaje y la acción
divina en medio de nosotros. El panorama es claro: tras el acontecimiento
creacional, donde Dios, con sabiduría y poder, puso a los pies de la humanidad
el universo entero, del que también Dios ha creado al ser humano, éste,
ensoberbecido y engañado por el Tentador, y haciendo un mal uso de su libertad,
se separa drásticamente del plan divino. El pecado pues, se introduce en
nuestra historia, rompiendo el orden original, el balance inicial con el que
Dios cerró y coronó su obra creadora –aunque la sigue cuidando y proveyendo.
El pecado, más que un acto de desobediencia,
es un acto de infidelidad. El Génesis nos recuerda algo innegable, que hoy se
nos ha olvidado: toda acción humana tiene consecuencias. Es parte de las leyes
del universo, Newton lo tradujo para la ciencia humana: “A toda acción
corresponde una reacción, de modo inverso y de semejante proporción”. Es lo
correspondiente a nuestro concepto de “responsabilidad”. Es cierto que somos
libres. Pero esta libertad, nos guste o no, está supeditada a la inteligencia y
a la voluntad, es decir, no podemos realizar una acción libre si no hay pleno
conocimiento y pleno consentimiento. Y aun así, el pecado consiste justamente
en que, habiendo razonado una acción y sus posibles consecuencias y que, a
pesar de ellas, queramos realizarla con toda “ventaja y premeditación”,
sabiendo que nos denigra y nos corrompe, nos decidamos a ejecutar tal acción
contraria a nuestra dignidad.
El pecado entonces romperá gravemente nuestra
relación con Dios, con nosotros mismos, con nuestros semejantes y con el
universo natural entero. Se trata de un rompimiento que nos hace negar lo más
íntimo que tenemos y nos desvía de la felicidad, aunque produzca una suerte de
placer que siempre será pasajero y al final insatisfactorio.
A la Resurrección
Pero Dios, en su infinito amor y misericordia
no nos deja solos a merced de las consecuencias de nuestro pecado. Nos destierra
del paraíso original, sí (y más que él, es nuestro pecado el que nos conduce a
un auto-destierro), pero no nos abandona. Establece, tal como celebramos apenas
el Jueves de Corpus, una serie de alianzas basadas en una sagrada promesa por
parte de Dios: enviar un salvador que nos conduzca de nuevo a la patria
perdida. Se trata del rescate.
Esta promesa se cumple en el culmen de los
tiempos, pues tenemos la certeza de que por el mensaje y las acciones de Cristo
Jesús “aquél que lo ha resucitado, también nos resucitará a nosotros”
rescatándonos del poder del pecado y su peor consecuencia que es la muerte, que
jamás podrá ser ni llamarse “santa”.
Por eso creemos: porque hemos sido testigos
del amor de Dios. Y porque creemos, nos dice san Pablo, hablamos.
Mi testimonio es éste. Me ha sido heredado por
la Iglesia en una tradición de sabiduría que se ha forjado a lo largo de estos
dos milenios, y que me garantizan este rescate. Dios, en su amor y misericordia
ha pagado un precio muy alto por nuestro rescate, y todo “para nuestro bien”,
para nuestra Felicidad absoluta, permanente, eterna.
Por la Obediencia
Así, junto con el salmista, hoy nuestro ser
entero suplica con voz en cuello y grande confianza al Señor: “Desde lo hondo,
a ti grito, Señor…: perdónanos y viviremos”.
Y Jesús nos responde: con locura. No, no
locura, sino pasión. Jesús nos libera del poder de Satanás no porque sea parte
de Satanás, sino porque su amor es tan grande y poderoso que puede hacerlo así
a nuestro favor.
Negar lo anterior sería ese gravísimo “pecado
contra el Espíritu”, el que no puede ser perdonado, no por falta de
misericordia de Dios, sino por negación de nuestra libertad. Desconfiar del
poder de Dios, de su amor y de su misericordia nos lleva a pensar que nuestro
pecado es más grande que Dios, y por lo tanto, insalvable. Entonces dejamos de
pedir perdón, nos acostumbramos al pecado y a no sentirnos perdonados al grado
que nuestra conciencia deja de reclamarnos el mal acto y, en nuestra soberbia, nos
negamos nosotros mismos cualquier posibilidad de rescate.
Entonces el mismo Jesús nos ofrece la clave
salvadora: docilidad, “obediencia”. La Virgen Santa María, Madre de Dios, no es
enaltecida sólo por este papel. No es el ser Madre de Dios lo que nos lleva a
venerarla, no es esto la esencia de su santidad, sino justamente el vivir de
acuerdo con la voluntad de Dios. María ha sido obediente. Y su obediencia se ha
manifestado en el servicio a su hijo Jesús,
a los apóstoles, a las primeras comunidades cristianas, a la humanidad entera;
y de modo muy especial a nuestra patria con su presencia entre nosotros como
Santa María de Guadalupe, la Madre del Dios por quien se vive, del “Ipalnemohuani”, en nuestra tradición
prehispánica.
La obediencia no consiste en un acto absurdo
de sumisión irracional e inconsciente, sino justamente en el mayor acto de
libertad absoluta. Descubro que la voluntad de Dios es buena, y me conduce a mi
realización personal, porque su voluntad es mi santidad, es mi felicidad. Ante
este razonamiento, en apariencia muy sencillo, la voluntad personal se rinde y
conduce a una decisión libre y soberana. Entonces soy verdaderamente libre, sin
esclavitudes que me detengan en este proceso continuo de conversión en el amor.
Que Santa María Virgen continúe intercediendo
por nosotros, para que aceptando nuestra condición de pecadores, asimilando el
gran amor de Dios, que nos ofrece, en su Hijo amado el rescate del pecado y de
la muerte, nos conduzca a la verdadera libertad de los hijos de Dios, que
impulsados por la luz del Espíritu Santo y el apoyo sacramental de la Iglesia,
alcancemos juntos y en comunión nuestra felicidad eterna.
En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del
Espíritu Santo. Amén.
Mihi Invenire Locum Meum in Caelo
Alfonso Maya Trejo, domingo 7 de junio de 2015
10º Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B
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