sábado, 6 de junio de 2015

10º Domingo del Tiempo Ordinario: Del Pecado a la Resurrección por la Obediencia

"Porque el que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mc 3,35)

X Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
La Palabra del Día
1ª Lectura: Gen 3, 9-15. Establezco hostilidades entre tu estirpe y la de la mujer.
Interleccional: Sal 129. Perdónanos, Señor, y viviremos.
2ª Lectura: 2Cor 4, 13—5,1. Creemos y por eso hablamos.
Evangelio: Mc 3, 20-35. Creemos y por eso hablamos.

En Contexto
     El Génesis narra la aparición del primer pecado en la humanidad, pero sobresale la promesa de salvación, porque aunque el hombre se aleje de Dios, Él nunca lo abandonará. Por su parte, San Pablo, en la 2ª carta a los corintios, nos describe la fuerza de la fe como el sostén de la vida, y está convencido que Aquel que resucitó a Jesús también nos resucitará. En el Evangelio, los adversarios de Jesús, ante el bien que realiza, concluyen que está poseído por Satanás. Jesús les explica por qué Satanás no puede expulsarse a sí mismo. Aclara que su familia es quienes cumplen  la voluntad de Dios (Misal Diario, Pan de la Palabra). En el salmo 129(130), nos invita a alzar nuestra voz en una oración de profunda confianza en el amor y misericordia divina.

Durante el Tiempo Ordinario
Grandes han sido las celebraciones pasadas. Tras terminar la gran fiesta de la Pascua, con la Solemnidad del Pentecostés, hemos festejado el principal Misterio de nuestra Fe: la Santísima Trinidad, cuya esencia es el Amor.

     Así, viviendo ahora el Tiempo Ordinario, un tiempo litúrgico donde conmemoramos diversos “hechos y dichos de Jesús”, y durante el cual hacemos una lectura casi continua de todo el Evangelio según san Marcos, quizá el evangelio más antiguo, nos encontramos con este Jesús anunciado por los profetas y presentado por el mismo Marcos como “el Hijo de Dios”. Marcos nos irá narrando con una sencillez magnífica, y en ocasiones muy directa y hasta brutal, estos dichos y hechos de Jesús, tal y como lo hace hoy: poniendo de relieve una serie de desencuentros con las autoridades que conducen a malinterpretaciones y a pensar en un Jesús más bien “loco”. Se trata, al final, más que de una locura, de un apasionamiento por  anunciar la Buena Noticia, lo que lleva a Jesús a ser tan claro y contundente en las más de las ocasiones.

     Nuestra oración Colecta nos impulsa a hacer realidad el mensaje de hoy: “Señor Dios, de quien todo bien procede, escucha nuestras súplicas y concédenos que comprendiendo, por inspiración tuya, lo que es bueno y recto, eso mismo, bajo tu guía, lo hagamos realidad.

Del Pecado…
     La Sagrada Liturgia de hoy nos presenta una especie de itinerario espiritual para vivir y comprender el mensaje y la acción divina en medio de nosotros. El panorama es claro: tras el acontecimiento creacional, donde Dios, con sabiduría y poder, puso a los pies de la humanidad el universo entero, del que también Dios ha creado al ser humano, éste, ensoberbecido y engañado por el Tentador, y haciendo un mal uso de su libertad, se separa drásticamente del plan divino. El pecado pues, se introduce en nuestra historia, rompiendo el orden original, el balance inicial con el que Dios cerró y coronó su obra creadora –aunque la sigue cuidando y proveyendo.

     El pecado, más que un acto de desobediencia, es un acto de infidelidad. El Génesis nos recuerda algo innegable, que hoy se nos ha olvidado: toda acción humana tiene consecuencias. Es parte de las leyes del universo, Newton lo tradujo para la ciencia humana: “A toda acción corresponde una reacción, de modo inverso y de semejante proporción”. Es lo correspondiente a nuestro concepto de “responsabilidad”. Es cierto que somos libres. Pero esta libertad, nos guste o no, está supeditada a la inteligencia y a la voluntad, es decir, no podemos realizar una acción libre si no hay pleno conocimiento y pleno consentimiento. Y aun así, el pecado consiste justamente en que, habiendo razonado una acción y sus posibles consecuencias y que, a pesar de ellas, queramos realizarla con toda “ventaja y premeditación”, sabiendo que nos denigra y nos corrompe, nos decidamos a ejecutar tal acción contraria a nuestra dignidad.

     El pecado entonces romperá gravemente nuestra relación con Dios, con nosotros mismos, con nuestros semejantes y con el universo natural entero. Se trata de un rompimiento que nos hace negar lo más íntimo que tenemos y nos desvía de la felicidad, aunque produzca una suerte de placer que siempre será pasajero y al final insatisfactorio.

A la Resurrección
     Pero Dios, en su infinito amor y misericordia no nos deja solos a merced de las consecuencias de nuestro pecado. Nos destierra del paraíso original, sí (y más que él, es nuestro pecado el que nos conduce a un auto-destierro), pero no nos abandona. Establece, tal como celebramos apenas el Jueves de Corpus, una serie de alianzas basadas en una sagrada promesa por parte de Dios: enviar un salvador que nos conduzca de nuevo a la patria perdida. Se trata del rescate.

     Esta promesa se cumple en el culmen de los tiempos, pues tenemos la certeza de que por el mensaje y las acciones de Cristo Jesús “aquél que lo ha resucitado, también nos resucitará a nosotros” rescatándonos del poder del pecado y su peor consecuencia que es la muerte, que jamás podrá ser ni llamarse “santa”.

     Por eso creemos: porque hemos sido testigos del amor de Dios. Y porque creemos, nos dice san Pablo, hablamos.

     Mi testimonio es éste. Me ha sido heredado por la Iglesia en una tradición de sabiduría que se ha forjado a lo largo de estos dos milenios, y que me garantizan este rescate. Dios, en su amor y misericordia ha pagado un precio muy alto por nuestro rescate, y todo “para nuestro bien”, para nuestra Felicidad absoluta, permanente, eterna.

Por la Obediencia
     Así, junto con el salmista, hoy nuestro ser entero suplica con voz en cuello y grande confianza al Señor: “Desde lo hondo, a ti grito, Señor…: perdónanos y viviremos”.

     Y Jesús nos responde: con locura. No, no locura, sino pasión. Jesús nos libera del poder de Satanás no porque sea parte de Satanás, sino porque su amor es tan grande y poderoso que puede hacerlo así a nuestro favor.

     Negar lo anterior sería ese gravísimo “pecado contra el Espíritu”, el que no puede ser perdonado, no por falta de misericordia de Dios, sino por negación de nuestra libertad. Desconfiar del poder de Dios, de su amor y de su misericordia nos lleva a pensar que nuestro pecado es más grande que Dios, y por lo tanto, insalvable. Entonces dejamos de pedir perdón, nos acostumbramos al pecado y a no sentirnos perdonados al grado que nuestra conciencia deja de reclamarnos el mal acto y, en nuestra soberbia, nos negamos nosotros mismos cualquier posibilidad de rescate.

     Entonces el mismo Jesús nos ofrece la clave salvadora: docilidad, “obediencia”. La Virgen Santa María, Madre de Dios, no es enaltecida sólo por este papel. No es el ser Madre de Dios lo que nos lleva a venerarla, no es esto la esencia de su santidad, sino justamente el vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. María ha sido obediente. Y su obediencia se ha manifestado en el servicio a  su hijo Jesús, a los apóstoles, a las primeras comunidades cristianas, a la humanidad entera; y de modo muy especial a nuestra patria con su presencia entre nosotros como Santa María de Guadalupe, la Madre del Dios por quien se vive, del “Ipalnemohuani”, en nuestra tradición prehispánica.

     La obediencia no consiste en un acto absurdo de sumisión irracional e inconsciente, sino justamente en el mayor acto de libertad absoluta. Descubro que la voluntad de Dios es buena, y me conduce a mi realización personal, porque su voluntad es mi santidad, es mi felicidad. Ante este razonamiento, en apariencia muy sencillo, la voluntad personal se rinde y conduce a una decisión libre y soberana. Entonces soy verdaderamente libre, sin esclavitudes que me detengan en este proceso continuo de conversión en el amor.

     Que Santa María Virgen continúe intercediendo por nosotros, para que aceptando nuestra condición de pecadores, asimilando el gran amor de Dios, que nos ofrece, en su Hijo amado el rescate del pecado y de la muerte, nos conduzca a la verdadera libertad de los hijos de Dios, que impulsados por la luz del Espíritu Santo y el apoyo sacramental de la Iglesia, alcancemos juntos y en comunión nuestra felicidad eterna.

   En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Mihi Invenire Locum Meum in Caelo
Alfonso Maya Trejo, domingo 7 de junio de 2015

10º Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B

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