"Óyeme, niña, levántate..." (Mc 5,41) |
XIII
Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
La Palabra del Día
1ª Lectura: Sb 1, 13-15; 2, 23-24. La
muerte entró en el mundo por la envidia del diablo.
Interleccional: Sal 29. Te alabaré, Señor, eternamente.
2ª Lectura: 2Co 8, 7. 9. 13-15. Vuestra abundancia remedia la falta que tienen los
hermanos pobres.
Evangelio: Mc 5, 21-43. Contigo hablo,
niña, levántate.
En Contexto
La vida y la muerte. La muerte es un hecho y
un drama. Dios creó al hombre incorruptible, pero entró la muerte en el mundo
por el pecado (1ª Lect.). Jesús vence la fuerza de la muerte y resucita a la
hija de Jairo (Ev.). Dios ha compartido sus riquezas con nosotros para que
nosotros, a su vez, compartamos los bienes con los demás necesitados (2ª
Lect.). (Misal Diario, Almudi).
Este domingo
El libro de la
sabiduría, en la primera lectura, nos explica que la causa de la muerte es el pecado.
El texto bíblico siempre nos presenta, por un lado, el pecado del hombre y sus
consecuencias; y por otro, el amor y la misericordia de Dios. Mientras tanto,
Pedro encomendó a Pablo preocupare de las necesidades de la Iglesia madre de
Jerusalén. San Pablo invita a los Corintios a ser generosos como lo fe Cristo,
quien siendo rico se hizo pobre por nuestra causa. San Marcos nos presenta a Jesús
como Señor de la vida. De Él brota una fuerza capaz de curar. Los dos milagros
que hoy nos narra el evangelista nacen de la fe, suscitan la fe o por lo menos “todos
quedan asombrados”. (Misal Mensual, El Pan de la Palabra). El salmista nos invita a alabar eternamente al Señor, en
tanto que Él, en su amor y misericordia vuelve la muerte y la tristeza en vida
y alegría.
No muerte, no destrucción
“Dios no
hizo la muerte, ni la destrucción” (Sb 1,13). Esta debiera ser la primera
respuesta a la antiquísima pregunta: ¿Por qué?, por qué la muerte, por qué la
maldad, por qué la destrucción. Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, por
lo tanto, nos ha creado para la vida. Pero el pecado entró en el mundo, no por
obra de Dios, quizá por influencia del Maligno, pero definitivamente por culpa
del ser humano, que haciendo mal uso de su libertad, se separa del plan divino
del amor.
Si esta situación nos atreviéramos a juzgarla
con ojos y leyes humanas, seguro aplicaríamos la más alta y dura de las penas y
sentencias, y quizá, más que por justicia, por venganza al daño que nos ha
tocado. Así somos los seres humanos. Pero no Dios, nuestro Padre, quien no
renuncia a su plan original. Si ha creado al hombre para la vida, en el amor,
decide rescatarlo del poder de la muerte.
Una vez más podemos ser testigos del amor y la
misericordia de Dios; puede más el amor de Dios que la maldad humana. Así de
simple y así de complejo.
Por eso, la liturgia de la Palabra de hoy nos
ofrece, primero este recordatorio del que ya hablamos: Dios no es autor ni de
la muerte ni de la destrucción. Pero también nos recuerda la Vida. Si estamos
llamados a la vida, entonces, entre los signos mesiánicos de Jesús están
justamente éstos, tanto el devolver la vida, como el “repararla”, sanarla.
Pero también nos recuerda una de las
consecuencias de tal amor: nuestra respuesta. La fe es fundamental para
reconocer el amor y la misericordia de Dios en nuestra vida; y también nos urge
en la generosidad. Si Jesús, siendo rico se hizo pobre por nuestra causa,
entonces habrá que responder con la misma generosidad ante las necesidades de
los demás.
Situación de la Mujer en tiempos de Jesús
San Marcos nos presenta dos milagros. Normalmente
los evangelistas narran milagro por milagro, de forma aislada cada uno, para
poder asimilarlos y valorarlos en su justo medio y así profundizar en la
enseñanza de cada uno. Sin embargo, hoy vemos este relato en que se narran dos
milagros entremezclados. Primero, porque son signos milagrosos respecto a la
vida, uno al rescatarla, otro para sanarla. Y porque ambos signos también son
dirigidos a dos personajes que tienen una característica común: son mujeres…
Aquí me detengo un poco. La mujer en la época
de Jesús era prácticamente un cero a la izquierda, es decir, carecía
completamente de identidad, personalidad propia y dignidad. Siempre juzgada,
sometida y hasta esclavizada, ni siquiera se poseía ella misma.
Claro, debemos mirarlo en ese contexto, que
creo no es tan lejano al actual. Una sociedad tremendamente masculinizada, por
no decir necesariamente “machista”. En el contexto bíblico, e incluso, extra bíblico,
la mujer es “culpable” de tantos males en el mundo. Por una mujer “entró el
pecado en el mundo”, por ejemplo. El relato del Génesis es muy claro en este
punto. Puesto que la mujer, Eva, se “dejó
engañar” por la serpiente (el Maligno), ella deberá ser sojuzgada por el
hombre, que “fue engañado” por ésta.
Y por eso el sometimiento y la desconfianza en la personalidad femenina.
Hoy en día estamos aprendiendo a mirar a la
mujer en su verdadera dimensión, no sólo en su feminidad, sino en toda su
integralidad: madre, sostén y actora. Su dignidad está siendo revalorada. Sigamos
en ello.
¿Cuánta es tu fe?
Pero, volviendo a nuestra lectura evangélica
de este domingo, miramos a un Jesús que rompe con un cliché, y hasta con un tabú
de su época. En todo su ministerio Jesús se relaciona de manera distinta a lo
esperado por su cultura con la mujer, su trato es siempre digno y respetuoso
hacia ella. Es un trato natural, de tú a tú, sin afectación ni segundas
intenciones. Jesús redime a la mujer, redime su papel en la sociedad y su
estatus.
Por eso llaman la atención estos dos milagros,
dirigidos a las mujeres. La vida de una mujer era “nada”, y sin embargo, Jesús
se pone en camino para rescatar a una mujer (peor aún, a una niña), del poder
de la muerte. La vida de esta mujer es importante para Él, no lo duda ni un
instante, y atiende la llamada de Jairo, el jefe de la Sinagoga.
Esta “resurrección” es a una mujer, a una
niña, tan insignificante, tan poca cosa. Su vida es preciosa y apreciada. Dios
no mira la ralea de uno. No se fija sólo en el importante e imprescindible,
sino en el más despreciado de los despreciados, y les restituye la vida
perdida.
También se nos presenta el caso de una “hemorroísa”:
una mujer (mal punto), que sangra constantemente (otro mal punto) y que, por lo
tanto, es “impura” ritualmente (pésimo mal punto), basta tocarla o ser tocado
por ella para que cualquier hombre quede impuro al momento: y como dicen que la
tercera es la vencida… ¡pobre mujer! Por donde se le quiera mirar está
totalmente marginada: por ser mujer, por estar enferma, y por ser impura
ritualmente. Ella, de una u otra forma, también está muerta.
Jesús es tocado por una hemorroísa, pero no le
preocupa eso, no. Jesús es generoso en este asunto, no le interesa su propia
persona, sino la de esa persona que le ha tocado extrayendo de Él una fuerza
curativa. Y más cuando aquella mujer se sincera y confiesa su “crimen”… es la
fe que se hace presente. No, ella no es tan importante como para detener al
Maestro y hacerle frente y pedirle un “favor”. Ella se sabe tan insignificante
que se confunde entre la multitud, pues se sabe impura. A ella le basta sólo
tocar su manto, sólo eso. Eso es más que suficiente. Pero Jesús se detiene, le
dedica tiempo, le pregunta, y le cura. Jesús mira la necesidad y se detiene, no
escatima su tiempo ni los asuntos “importantes” de su pesada agenda. Se detiene
y cura al enfermo. Jesús no solo detiene su enfermedad. Le devuelve toda su
dignidad.
La mujer, el pobre, el necesitado, el
marginado es también digno de Dios; y no solamente digno, sino su preferido. La
Iglesia hoy, trata de imitar esta “opción preferencial por los pobres”, donde “pobre”
significa no sólo el desposeído materialmente hablando, sino el necesitado de
modo general, el que está solo, el que ha perdido su dignidad, el que está ahí,
tirado como un objeto de úsese y tírese, del marginado. Ahí estamos tú y yo,
somos esa hemorroísa que no somos lo suficientemente importantes… los que, en
nuestra fe, nos basta “tocar” a Dios.
Pero, ¿Comprendes todo
esto?
Dios no te ama por tu condición de realeza,
sino que, sin importar quién eres y lo que eres, él te mira, pone sus ojos
sobre ti, impone su mano sobre ti y quiere sanarte, devolverte la vida. No
importa qué tan “indigno” seas, no importa tu pecado, no importa tu condición
social, tu marginación o tu éxito social, no le importa eso. Lo que le importa
eres tú, porque eres creado a su imagen y semejanza, eres su hijo, y estás
necesitado de ese amor y esa misericordia… ¿Significa esto algo para ti?
Si Dios te mira así, con este amor y
misericordia tan especial, porque le eres importante, le eres precioso… tú, ¿podrás
mirar al otro de la misma manera? Podrás mirar sus necesidades, su podredumbre,
su nada, y en la generosidad del corazón cristiano, ¿ayudarle, levantarle,
restituirle su dignidad? Dice San Pablo hoy: “La abundancia de ustedes,
remediará las carencias de aquéllos…”
Que Dios, en su infinito amor y misericordia,
infunda en nosotros esa capacidad de entrega a las necesidades de los más
desposeídos, del necesitado, del que ha sido desnudado de su dignidad, y así
podamos caminar juntos hacia la salvación.
Que santa María Virgen interceda
constantemente por nosotros y, cuidándonos, nos ayude a darnos cuenta del gran
amor que Dios tiene por cada uno de nosotros, revalorándonos y redescubriéndonos
como personas, y amando a los demás, que como nosotros, también son amados por
el Padre.
En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del
Espíritu Santo. Amén.
Mihi Invenire Locum Meum in Caelo
Alfonso Maya Trejo, domingo 28 de junio de 2015,
En la Víspera de la Solemnidad de San Pedro y san Pablo
13º Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B
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